domingo, 5 de octubre de 2008

de algunas instrucciones y recaudos para entrar a un cuadro



- Da la impresión de ser una persona de carne y hueso –dijo Simpson pensativamente-. Basta para hacerle a uno creer esos cuentos misteriosos de retratos que cobran vida. Yo leí alguna vez que cierto rey, no recuerdo cuál, descendió de su lienzo y tan pronto como …
McGore emitió una risita contenida y crispada.
- Eso son tonterías, por supuesto. Pero ocurre otro fenómeno a la inversa, por así decir.
Simpson lo miró de reojo. En la oscuridad de la noche, la pechera de su camisa parecía sobresalir de su cuerpo como una joroba blanquecina, y la lucecita de su puro, como una diminuta piña de rubí, iluminaba desde abajo su cara pequeña y llena de arrugas. Había bebido mucho vino y, aparentemente, tenía muchas ganas de hablar.
- Lo que ocurre es lo siguiente –continuó McGore pausadamente-. En lugar de invitar a una figura pintada a que salga de su marco, imaginémonos que alguien logra meterse en persona dentro del cuadro. Esto parece ridículo, ¿verdad? Y, sin embargo, yo lo he hecho muchas veces. He tenido la buena suerte de visitar todos los museos de arte de Europa, desde La Haya a San Petersburgo, desde Londres a Madrid. Cuando veía un cuadro que me gustaba de manera particular, me ponía directamente enfrente de él y concentraba todo el poder de mi voluntad en un solo pensamiento: meterme en ese cuadro. Era una sensación misteriosa, no cabe duda. Me sentía como el apóstol que está a punto de salir de su barca para atravesar la superficie del agua. Pero ¡qué indescriptible dicha me invadía después de hacerlo! Digamos que yo estaba frente a un lienzo de la Escuela Flamenca, con la Sagrada Familia en primer plano y el telón de fondo de un paisaje suave y límpido. Sabe usted el tipo de cuadro a que me refiero, con un sendero en zigzag, como una blanca serpiente, y colinas verdes. Finalmente me decidía a sumergirme. Desataba las ataduras que me sujetaban a la realidad y entraba en la pintura. ¡Una sensación milagrosa! El frescor, el aire plácido impregnado de cera e incienso. Yo me convertía en un ser de carne y hueso en aquel cuadro y todo lo que me rodeaba cobraba vida. Las siluetas de los peregrinos del sendero empezaban a moverse. La Virgen María decía algo en lengua flamenca hablando con rapidez. El viento rizaba las flores acostumbradas. Las nubes se deslizaban… Pero el deleite no duró mucho. Empecé a sentir la sensación de que me iba congelando suavemente, formando una unidad con el lienzo, fundiéndome con una capa de óleo. Entonces cerré los ojos con fuerza, me impulsé con todas mis ganas y salté fuera del cuadro. Se oyó un suave plop, como cuando se saca el pie de un charco de barro. Entonces abrí los ojos y me encontré tendido en el suelo debajo de una pintura espléndida, pero sin vida.
Simpson escuchaba con atención, pero un poco violento. Cuando McGore hacía una pausa, él hacía un leve movimiento de asombro, apenas perceptible y miraba a su alrededor. Todo seguía igual. Abajo, el jardín respiraba la oscuridad, se podía ver el comedor, débilmente iluminado, a través de la puerta de cristales, y en la distancia, por otra entrada abierta, un rincón bien alumbrado del salón con tres figuras jugando a las cartas. ¡Qué cosas más extrañas estaba diciendo McGore!
- ¿Se da usted cuenta –prosiguió, sacudiéndose de la ropa unas motas de ceniza- de que en un solo instante más, el cuadro me habría succionado, metido dentro de él para siempre? Yo habría desaparecido en sus profundidades y vivido en su paisaje, o bien el terror me habría ido debilitando y, faltándome la fuerza suficiente para volver al mundo real o penetrar en una nueva dimensión, me habría convertido en una figura más del lienzo, como el anacronismo del que hablaba Frank. Sin embargo, a pesar del peligro, he sucumbido a la tentación una y otra vez… ¡Oh, amigo mío, me he enamorado de las Madonas! Recuerdo mi primer encaprichamiento…, una Madona con una corona azul celeste, obra del exquisito Rafael… Detrás de ella, a cierta distancia, dos hombres estaban de pie junto a una columna, charlando plácidamente. Yo escuché su conversación sin que se dieran cuenta… Estaban hablando del valor de cierta daga… Pero la Madona más cautivadora de todas salió del pincel de Bernardo Luini. Todas sus creaciones reflejan la serenidad y delicadeza del lago a cuyas orillas nació, el lago Mayor. El más delicado de los maestros. Su nombre nos proporcionó, incluso, un nuevo adjetivo: luinesco. Su mejor Madona tiene unos ojos alargados que baja acariciadoramente, y en sus vestiduras se mezclan tintes de color azul pálido, rojo rosado y un anaranjado difuso. Una neblina gaseosa y rizada rodea su frente y la de su hijo, que tiene el cabello rojizo. El chiquillo levanta hacia ella una manzana pálida, ella la mira, bajando sus ojos dulces, alargados … Ojos luinescos… ¡Cielos, cómo los besé!...
McGore calló y una sonrisa soñadora se posó en sus labios, encendidos por la llama del puro. Simpson contuvo el aliento y, como antes, sintió que estaba resbalando lentamente hasta penetrar en la noche.
- Hubo complicaciones –continuó McGore después de carraspear un poco para aclararse la garganta-. Una copa de sidra muy fuerte que me sirvió una vez una robusta bacante de un cuadro de Rubens me sentó mal al riñón, y otra vez cogí tal resfriado en la amarilla y nebulosa pista de patinaje de uno de los holandeses, que no dejé de toser y expulsar flemas en un mes. Esas son las cosas que pueden pasar, señor Simpson.

1 comentario:

no es para tanto dijo...

Vladimir Nabokov, "La Veneziana" en "La Veneziana" y otras historias de retratos, Buenos Aires, Colihue, 2008